Oscuridad, Lord Byron




Oscuridad (Darkness) es un poema del escritor inglés Lord Byron (1788-1824), compuesto en julio de 1816 y publicado de manera póstuma en la antología: Las obras de Lord Byron (The Works of Lord Byron).




Oscuridad posee dos contextos que lo definen: el personal y el ambiental.


Aquel período estival de 1816 fue conocido como «el año sin verano» (Year Without a Summer), a causa de la tremenda erupción del monte Tambora, que lanzó toneladas de ceniza a la atmósfera provocando un clima inusualmente oscuro en el hemisferio norte.


Esta especie de oscuridad crepuscular inspiró directamente el poema de Lord Byron; una especie de oda apocalíptica del último hombre vivo tras una catástrofe global.




Oscuridad es un poema fuertemente anti-bíblico, o cuanto menos contrario a las opiniones sobre el apocalipsis vertidas en El libro de las revelaciones.


En aquel «año sin verano», la erupción del volcán Tambora y los inusuales cambios climáticos provocados por sus densas nubes de ceniza fueron vistos como señales evidentes del fin de los tiempos, temor que Lord Byron logró dirigir hacia su propia noción del apocalípsis del ser.


El otro contexto de Oscuridad, mucho más personal, encuadra el poema en un período melancólico y nostálgico de Lord Byron, cuya composición coincide con los meses inmediatamente posteriores a su ruptura con Anne Isabella Milbanke.







Oscuridad.
Darkness, Lord Byron (1788-1824)




Tuve un sueño, que no era del todo un sueño.

El brillante sol se apagaba, y los astros

vagaban diluyéndose en el espacio eterno,

sin rayos, sin senderos, y la helada tierra

oscilaba ciega y oscureciéndose en el aire sin luna;

la mañana llegó, y se fue, y llegó, y no trajo

consigo el día,

Y los hombres olvidaron sus pasiones ante el terror

de esta desolación; y todos los corazones

se helaron en una plegaria egoísta por luz;

y vivieron junto a hogueras —y los tronos,

los palacios de los reyes coronados— las chozas,

los hogares de todas las cosas que habitaban,

fueron quemadas en las fogatas; las ciudades se consumieron,

Y los hombres se reunieron en torno

a sus ardientes refugios

para verse nuevamente las caras unos a otros;

Felices eran aquellos que vivían dentro del ojo

de los volcanes, y su antorcha montañosa:

Una temerosa esperanza era todo lo que el mundo contenía;

Se encendió fuego a los bosques - pero hora tras hora

Fueron cayendo y apagándose —y los crujientes troncos

se extinguieron con un estrépito—

y todo fue negro.




Las frentes de los hombres, a la luz sin esperanza,

tenían un aspecto no terreno, cuando de pronto

los haces caían sobre ellos; algunos se tendían

y escondían sus ojos y lloraban; otros descansaban

sus barbillas en sus manos apretadas, y sonreían;

y otros iban rápido de aquí para allá, y alimentaban

sus pilas funerarias con combustible,

y miraban hacia arriba

con loca inquietud al sordo cielo,

El sudario de un mundo pasado; y entonces otra vez

con maldiciones se arrojaban sobre el polvo,

y rechinaban sus dientes y aullaban; las aves silvestres chillaban,

y, aterrorizadas, revoloteaban sobre el suelo,

y agitaban sus inútiles alas; los brutos más salvajes

venían dóciles y trémulos; y las víboras se arrastraron

y se enroscaron entre la multitud,

siseando, pero sin picar —y fueron muertas para ser alimento:

y la Guerra, que por un momento se había ido,

se sació otra vez—; una comida se compraba

con sangre, y cada uno se hartó, resentido y solo

atiborrándose en la penumbra: no quedaba amor;

toda la tierra era un solo pensamiento

y ese era la muerte,

Inmediata y sin gloria; y el dolor agudo

del hambre se instaló en todas las entrañas —hombres

morían—, y sus huesos no tenían tumba,

y tampoco su carne;

el magro por el magro fue devorado,

y aún los perros asaltaron a sus amos,

todos salvo uno,

Y aquel fue fiel a un cadáver, y mantuvo

a raya a las aves y las bestias y los débiles hombres,

hasta que el hambre se apoderó de ellos, o los muertos que caían

tentaron sus delgadas quijadas; él no se

buscó comida,

Sino que con un gemido piadoso y perpetuo

y un corto grito desolado, lamiendo la mano

que no respondió con una caricia —murió.




De a poco la multitud fue muriendo de hambre;

pero dos

de una ciudad enorme sobrevivieron,

y eran enemigos; se encontraron junto

a las agonizantes brasas de un altar

donde se había apilado una masa de cosas santas

para un fin impío; hurgaron,

y temblando revolvieron con sus manos delgadas y esqueléticas

en las débiles cenizas, y sus débiles alientos

soplaron por un poco de vida, e hicieron una llama

que era una burla; entonces levantaron

sus ojos al verla palidecer, y observaron

el aspecto del otro —miraron, y gritaron, y murieron—

De su propio espanto mutuo murieron,

sin saber quién era aquel sobre cuya frente

la hambruna había escrito Enemigo.

El mundo estaba vacío,

lo populoso y lo poderoso —era una masa,

sin estaciones, sin hierba, sin árboles, sin hombres, sin vida -

una masa de muerte— un caos de dura arcilla.




Los ríos, lagos, y océanos estaban quietos,

y nada se movía en sus silenciosos abismos;

las naves sin marinos yacían pudriéndose en el mar,

y sus mástiles bajaban poco a poco; cuando caían

dormían en el abismo sin un vaivén -

Las olas estaban muertas; las mareas estaban en sus tumbas,

Antes ya había expirado su señora la luna;

Los vientos se marchitaron en el aire estancado,

Y las nubes perecieron; la Oscuridad no necesitaba

De su ayuda. Ella era el universo.





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