«La nave blanca» H.P. Lovecraft




«La nave blanca»: H.P. Lovecraft



Más allá de este distanciamiento estético con lo que finalmente sería un rasgo distintivo en la obra de H.P. Lovecraft, La nave blanca también se apoya sobre los cimientos del horror, de la mitología, de los sueños y sus inquietantes realidades.









La nave blanca relata la historia de Basil Elton, el guardián de un faro, quien es presa de una vívida ensoñación, o acaso de una visión que se repite, en la que un misterioso marinero de larga barba pilotea un barco que solo aparece cuando hay luna llena. El guardián del faro logra llegar hasta la nave blanca, caminando sobre un puente hecho de luz de luna, y por fin es conducido por el barquero a explorar las asombrosas islas de la tierra del sueño, siendo la mítica Cathuria la más bella e impresionante de todas.





La nave blanca.
The White Ship, H.P. Lovecraft (1890-1937)



Mi nombre es Basil Elton, custodio del faro de Punta Norte, que mi padre y mi abuelo cuidaron antes que yo. Distante de la costa, la torre gris se levanta sobre rocas hundidas y cubiertas de musgo que surgen al descender la marea, tornándose invisibles cuando sube. Frente al faro, pasan desde hace un siglo las naves majestuosas de los siete mares. En los tiempos de mi abuelo eran muchas; en los de mi padre, no tantas; hoy, son tan pocas que a veces me siento solo, como si fuese el último hombre de la tierra.

De remotas orillas llegaban aquellas naves blancas, de lejanas costas de Oriente, donde brillan cálidos soles y perduran dulces fragancias en extraños jardines y alegres templos. Los viejos capitanes visitaban seguido a mi abuelo y le hablaban de estas cosas, que él narraba a su vez a mi padre, y mi padre a mí, en las largas noches de otoño, cuando el viento del este aullaba misterioso. Luego, leí más cosas de estas, y de otras muchas, en libros que me trajeron los hombres cuando aún era niño y me atraía lo prodigioso.

Pero más notable que la sabiduría de los viejos y de los libros es el saber secreto del océano. Azul, verde, gris, blanco o negro; tranquilo, agitado o montañoso, ese océano nunca está en silencio. Toda mi vida lo he observado y escuchado. Al principio, sólo me contaba historias sencillas de playas tranquilas y puertos pequeños; pero con los años se volvió más amigo y habló de otras cosas; de cosas más extrañas, más lejanas en el espacio y en el tiempo. A veces, al atardecer, los grises vapores del horizonte se abren para regalarme visiones fugaces de las rutas que hay más allá; otras, por la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto claras y fosforescentes, y me han permitido atisbar las rutas que hay debajo. Y estas visiones eran tanto de las rutas que existieron o pudieron existir, como de las que existen aún; porque el océano es más antiguo que las montañas, y transporta los recuerdos y los sueños del Tiempo.

La nave blanca solía venir del sur, cuando había luna llena y se encontraba muy alta en el cielo. Venía del sur, y se deslizaba serena y calmada sobre el mar. Ya estuvieran las aguas tranquilas o encrespadas, ya fuese el viento contrario o favorable, se deslizaba, serena y silenciosa, con su velamen distante y su larga, extraña fila de remos, de rítmico movimiento. Una noche divisé a un hombre en la cubierta, muy ataviado y con barba, que parecía hacerme señas para que embarcase con él, rumbo a costas desconocidas. Después, lo vi muchas veces más, bajo la luna llena, haciéndome siempre las mismas señas.

La luna brillaba en la noche que respondí a su llamado, y recorrí el puente que los rayos de la luna trazaban sobre las aguas, hasta la nave blanca. El hombre pronunció unas palabras de bienvenida en una lengua suave que yo parecía conocer, y las horas se llenaron con las dulces melodías de los remeros, mientras nos alejábamos rumbo al sur misterioso, que aquella luna llena y tierna doraba con su esplendor.

Y cuando llegó el día, rosado y luminoso, observé el verde litoral de unas tierras lejanas, hermosas, radiantes, desconocidas para mí. Desde el mar se elevaban orgullosas terrazas de verdor, salpicadas de árboles, entre los que asomaban, aquí y allá, los centelleantes tejados y las blancas columnas de unos templos extraños. Cuando nos acercábamos a la costa exuberante, el hombre barbado habló de esa tierra, la tierra de Zar, donde moran los sueños y pensamientos bellos que visitan a los hombres una vez y luego son olvidados. Y cuando me volví una vez más a contemplar las terrazas, comprobé que era cierto, pues entre las visiones que tenía ante mí había muchas cosas que yo había vislumbrado entre las brumas que se extienden más allá del horizonte y en las profundidades del océano. Había también formas y fantasías más espléndidas que ninguna de cuantas yo había conocido; visiones de jóvenes poetas que murieron en la indigencia, antes de que el mundo supiese lo que ellos habían visto y soñado. Pero no pusimos el pie en los prados inclinados de Zar, pues se dice que aquel que se atreva a transitarlos quizá no regrese jamás a su costa natal.

Cuando la nave blanca se alejaba de Zar y de sus templos, avistamos en el lejano horizonte las agujas de una; y me dijo el hombre barbado:

—Aquélla es Talarión, la Ciudad de las Mil Maravillas, donde moran todos aquellos misterios que el hombre ha intentado inútilmente desentrañar.

Miré otra vez, más cerca, y vi que era la mayor ciudad de cuantas yo había conocido o soñado. Las agujas de sus templos se perdían en el cielo, de forma que nadie alcanzaba a ver sus extremos; y mucho más allá del horizonte se extendían las murallas grises y terribles, por encima de las cuales asomaban tejados oscuros y siniestros, ornados con ricos frisos y atractivas esculturas. Sentí un deseo ferviente de entrar en esta ciudad fascinante y repelente a la vez, y supliqué al hombre barbado que me desembarcase en el muelle, junto a la enorme puerta esculpida de Akariel; pero se negó con afabilidad a satisfacer mi deseo, diciendo:

—Muchos son los que han entrado a Talarión, la ciudad de las Mil Maravillas; pero ninguno ha regresado. Por ella pululan sólo demonios y entidades que ya no son humanas, y sus calles son blancas por los huesos de los que han visto el espectro de Lathi, que reina sobre la ciudad.

Así, la nave blanca siguió su viaje, dejando atrás los muros de Talarión; y durante muchos días siguió a un pájaro que volaba hacia el sur, cuyo brillante plumaje rivalizaba con el cielo del que había surgido.

Y llegamos a una costa plácida, donde abundaban las flores de todos los matices y en la que, hasta donde alcanzaba la vista, encantadoras arboledas se caldeaban bajo el sol. De allí brotaban canciones de lírica armonía, salpicados de risas ligeras, tan deliciosas, que exhorté a los remeros a que se esforzasen más. El hombre barbado no dijo nada, pero me miró largamente, mientras nos acercábamos a la orilla bordeada de lirios. De repente, sopló un viento por encima de los prados y bosques frondosos, y trajo una fragancia que me hizo estremecer. Pero aumentó el viento, y la atmósfera se llenó de hedor a muerte, a corrupción, a peste, a cementerios exhumados. Y mientras nos alejábamos de aquella costa maldita, el hombre barbado habló al fin, y dijo:

—Ese es Xura, el País de los Placeres Inalcanzados.

Así, una vez más, la nave blanca siguió al pájaro del cielo por mares venturosos y cálidos, hinchado por brisas suaves y fragantes. Navegamos día y noche; y cuando surgió la luna llena, dulce como aquella noche lejana en que abandonamos mi tierra natal, escuchamos las suaves canciones de los remeros. Y al fin anclamos, a la luz nocturna, en el puerto de Sona Nyl, que está protegido por los promontorios gemelos de cristal que emergen del mar y se unen formando un arco esplendoroso. Era el País de la Fantasía, y bajamos a la costa verde por un puente dorado que tendieron los rayos de la luna.

En el país de Sona Nyl no existe el tiempo ni el espacio, el sufrimiento ni la muerte; allí habité durante muchos siglos. Verdes son las arboledas y la hierba, vivas y delicadas las flores, azules y musicales los arroyos, claras y frescas las fuentes, majestuosos e imponentes los templos y castillos y ciudades de Sona Nyl. No hay fronteras en esas tierras, pues más allá de cada hermosa perspectiva se alza otra más bella. Por los campos, por las espléndidas ciudades, andan las gentes felices y a su antojo, todas ellas dotadas de una gracia sin merma y de una dicha inmaculada. Durante los evos que habité en esa tierra, vagué feliz por jardines donde asoman singulares pagodas entre gratos macizos de arbustos, y donde los blancos paseos están bordeados de flores. Subí a lo alto de onduladas colinas, desde cuyas cimas pude admirar encantadores y bellos panoramas, con pueblos cobijados en el regazo de valles verdes y ciudades de doradas y gigantescas cúpulas brillando en el horizonte infinitamente lejano. Y bajo la luz de la luna contemplé el mar centelleante, los promontorios de cristal, y el puerto apacible en el que permanecía anclada la nave blanca.

Una noche del memorable año de Tharp, vi recortada contra la luna llena la silueta del pájaro celestial que me llamaba, y sentí las primeras agitaciones de inquietud. Entonces hablé con el hombre barbado, y le hablé de mis nuevas ansias de partir hacia la remota Cathuria, que no ha visto hombre alguno, aunque todos la creen más allá de las columnas basálticas de Occidente. Es el País de la Esperanza: en ella resplandecen las ideas perfectas de cuanto conocemos; al menos así lo pregonan los hombres. Pero el hombre barbado me dijo:

—Cuídate de esos mares peligrosos, donde los hombres dicen que se encuentra Cathuria. En Sona Nyl no existe el dolor ni la muerte; pero, ¿quién sabe qué hay más allá de las columnas basálticas de Occidente?

Al siguiente plenilunio, no obstante, embarqué en la nave blanca, y abandoné con el hombre barbado el puerto feliz, rumbo a mares inexplorados.

Y el pájaro celestial nos precedió con sus alas, y nos llevó hacia las columnas basálticas de Occidente; pero esta vez los remeros no cantaron dulces canciones. En mi imaginación, me representaba a menudo el desconocido país de Cathuria con espléndidas florestas y palacios, y me preguntaba qué nuevas delicias me aguardarían. Cathuria, me decía, es la morada de los dioses y el país de innumerables ciudades de oro. Sus bosques son de aloe y de sándalo, igual que los de Camorin; y entre sus árboles trinan alegres y entonan sus cantos amables los pájaros; en las verdes y floridas montañas de Cathuria se elevan templos de mármol rosa, ricos en bellezas pintadas y esculpidas, con frescas fuentes en sus patios, donde gorgotean con música encantadora las fragantes aguas del río Narg, nacido en una gruta. Las ciudades de Cathuria tienen un cerco de murallas doradas, y sus pavimentos son de oro también. En los jardines de estas ciudades hay extrañas orquídeas y lagos perfumados cuyos lechos son de coral y de ámbar. Por la noche, las calles y los jardines se iluminan con linternas, confeccionadas con las conchas tricolores de las tortugas, y resuenan las suaves notas del cantor y el tañedor de laúd. Y las casas de las ciudades son todas palacios, construidos junto a un canal que lleva las aguas del sagrado Narg. De mármol son las casas; y sus techumbres, de centelleante oro, reflejan los rayos del sol y realzan el esplendor de las ciudades que los dioses bienaventurados contemplan desde remotos picos. Lo más hermoso es el palacio del gran monarca Dorieb, de quien dicen algunos que es un semidiós y otros que es un dios. Alto es el palacio de Dorieb, y muchas son las torres de mármol que se alzan sobre las murallas. En sus grandes salones se reúnen multitudes, y es aquí donde cuelgan trofeos de todas las épocas. Su techo es de oro puro, y está sostenido por pilares de rubí y de azur donde hay esculpidas figuras de dioses y de héroes, que aquel que las mira a esas alturas cree estar contemplando el olimpo viviente. Y el suelo del palacio es de cristal, y bajo él manan, ingeniosamente iluminadas, las aguas del Narg, alegres y con peces de vivos colores desconocidos más allá de los confines de la encantadora Cathuria.

Así hablaba conmigo mismo de Cathuria, pero el hombre barbado me aconsejaba siempre que regresara a las costas bienaventuradas de Sona Nyl; pues Sona Nyl es conocida de los hombres, mientras que en Cathuria jamás ha entrado nadie.

Y cuando hizo treinta y un días siguiendo al pájaro, avistamos las columnas de Occidente. Una niebla las envolvía. Nadie podía escrutar más allá, ni ver sus cumbres, por lo cual dicen algunos que llegan a los cielos. Y el hombre barbado me suplicó nuevamente que volviese, aunque no lo escuché; porque, procedentes de las brumas más allá de las columnas de basalto, me pareció oír notas de cantones y tañedores de laúd, más dulces que las más dulces canciones de Sona Nyl, y que cantaban mis propias alabanzas; las alabanzas de aquél que venía de la luna llena y moraba en el País de la Ilusión. Y nave blanca siguió avanzando hacia aquellos sones melodiosos, y se adentró en la bruma que reinaba entre las columnas de Occidente. Y cuando cesó la música y levantó la niebla, no vimos la tierra de Cathuria, sino un mar impetuoso, en medio del cual nuestra impotente embarcación se dirigía hacia alguna meta desconocida. Poco después nos llegó el tronar lejano de una cascada, y ante nuestros ojos apareció, en el horizonte, la titánica espuma de una catarata monstruosa, en la que los océanos del mundo se precipitaban hacia un abismo de nihilidad. Entonces, el hombre barbado me dijo con lágrimas en las mejillas:

—Hemos despreciado el hermoso país de Sona Nyl, que jamás volveremos a contemplar. Los dioses son más grandes que los hombres, y han vencido.

Yo cerré los ojos ante la caída inminente, y dejé de ver al pájaro celestial que agitaba con burla sus alas azules sobrevolando el borde del torrente.

El choque nos precipitó en la negrura, y oí gritos de hombres y de seres que no eran hombres. Se levantaron los vientos impetuosos del Este, y el frío me traspasó, agachado sobre la losa húmeda que se había alzado bajo mis pies. Luego oí otro estallido, abrí los ojos y vi que estaba en la plataforma de la torre del faro, de donde había partido hacía tantos evos. Abajo, en la oscuridad, se distinguía la silueta borrosa y enorme de una nave destrozándose contra las rocas crueles; y al asomarme a la negrura descubrí que el faro se había apagado por primera vez desde que mi abuelo asumiera su cuidado.

Y cuando entré en la torre, en la última guardia de la noche, vi en la pared un calendario: aún estaba tal como yo lo había dejado, en el momento de partir. Por la mañana, bajé de la torre y busqué los restos del naufragio entre las rocas; pero sólo encontré un extraño pájaro muerto, cuyo plumaje era azul como el cielo, y un mástil destrozado, más blanco que el penacho de las olas y la nieve de los montes. Después de aquello, el mar no ha vuelto a contarme sus secretos, y aunque la luna ha iluminado los cielos muchas veces desde entonces con todo su esplendor, la nave blanca del sur no ha vuelto jamás.


H.P. Lovecraft (1890-1937)

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